Gustavo, Leandro, Diego, Coqui | Por Cristian Muriel
Opinión Política ProvincialesPor
Gustavo
En 2015 Gustavo Martínez comenzó a presidir el Concejo Municipal con la mirada puesta en la intendencia. Día tras día, sin reparar en gastos gracias a sus múltiples fuentes de financiamiento público, dispuso sobre el tablero de la política local un montón de “ideas-fuerza” que ahora, una semana antes de las elecciones, amontona en un dossier y reparte entre miles de vecinos junto a boletas y una carta manuscrita, prolijamente fotocopiada, en la que se lee: “Te pido una oportunidad. Solo eso, una oportunidad!”.

Algunas de esas ideas-fuerza fueron programas interesantes, oportunos, allí donde se percibía una necesidad; otras fueron engendros; hubo incluso juntadas de amigos, de nicho, que la generosidad del dirigente acogió en su seno. Sin excepción, todos esos espacios de gestión, por así llamarlos, se superpusieron aquí y allá a las funciones naturales del Ejecutivo municipal. Gustavo creó un Municipio paralelo con todas las ventajas de llevar la política a los barrios, y sin las desventajas de lidiar con la maquinaria obsoleta que sólo Jacinto Sampayo parece capaz de controlar.
Entre las ideas-fuerza hubo una que Gustavo ejerció con vivacidad: la captación del adversario con un mensaje pastoral. No es haber armado una alianza con heridos, un ejército zombie: es haber roto un contrato tácito entre los dirigentes y sus partidos; haberlo traído a Vallejos y su radicalismo a un solar en el que recibirá amor y reconocimiento fue astuto, fue quitarle un poco de su esencia a la Unión Cívica Radical. Por eso el CER es un espacio multireligioso, multicultural, multipartidario, ecléctico, más confesional que político: un cambalache colorido y feliz de gente copada.
Con el récord absoluto de cuatro años ininterrumpidos de campaña, Gustavo se juega la vida en un enfrentamiento contra el “alma” de la ciudad, esa entidad que se sueña aristocrática y sofisticada pero no es otra cosa que un territorio ganado por las malas a los indios y a las lagunas. Resistencia, hoy regida por corredores inmobiliarios y timadores, desbordada de empleados públicos, paralizada por el calor y los piquetes, circunvalada por un anillo de pobreza extrema; esa ciudad cuyo máximo ícono cultural es un perro que murió hace sesenta años, es lo que quiere gobernar aquel chico criado en el Barrio Santa Inés, que con ojo clínico supo regalarle a esta capital su mejor reflejo: Chaque el Circo.
Capaz le vaya bien.
Leandro
Del otro lado está nada menos que el radical Leandro Zdero: el hijo dilecto de Resistencia, que en 2015 advertía que íbamos camino a convertirnos en Venezuela, y mientras se consolidaba como una joven promesa del macrismo de provincias también lo hacía como la estrella naciente de la constelación de Aída.

Hizo campaña disfrazado de El Zorro y ahora, “con la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”, reflota una a una las propuestas del programa “Resistencia 2020”: una costanera cerca del Shopping Sarmiento, un plan de corredores ambientales, el desarrollo de la Zona Norte… También se apropia del proyecto del “metrobus”, y dice que el pavimento –único mérito que le reconoce al actual jefe comunal– seguirá avanzando sin prisa pero sin pausa.
Pero donde más busca diferenciarse de sus adversarios –a fin de cuentas, “peronchos”– es en qué hacer con los piquetes y los carros: su propuesta es borrarlos de la faz de la Tierra. Lo que se dice un tipo coherente, aunque en sus ideas se parezca más al Comandante Monasterio que a Don Diego de la Vega.
Leandro es el candidato natural para Resistencia, y el yerno que toda madre querría tener. No cuenta con los recursos de Gustavo, pero tiene a su favor a los vecinos de los circuitos del centro, y cierta lógica que indica que algunos circuitos periféricos, aspiracionales, votan como la rancia oligarquía de las cuatro avenidas.
Y tiene algo más: a Diego Arévalo.
Diego
Los especialistas sostienen que el voto más politizado o clasista está decidido de antemano y que sólo el indeciso es permeable a las propuestas de campaña; también, que una semana antes de los comicios la única manera de cambiar el voto de la gente es quemando las naves… o un ataúd. Puede haber corrimientos marginales de votos por la diferenciación lograda por alguna propuesta o por alguna acción disruptiva, pero entre el peso específico de los adversarios y la falta de peso propio, difícil que el chancho chifle. Para colmo Diego Arévalo tiene otro problema: Jorge Capitanich.

El caso de Diego no es nuevo: otros dirigentes, como el exministro y exdiputado provincial Eduardo Aguilar, sufrieron a su tiempo las dificultades de querer construir a la sombra de Coqui. Un dirigente del círculo rojo local lo explicó con claridad meridiana: “Esto es como una obra de la Calle Corrientes: arriba en el cartel no puede haber dos divas. Corta la bocha”. Su cara era la de alguien que lo había sufrido en carne propia.
Diego Arévalo es un experimento de Coqui, dicen sus detractores, por más que él insista en que tiene una larga experiencia que comenzó en el equipo económico del gobierno provincial en 2007 y siguió ininterrumpidamente hasta la actualidad.
Pero si el verdadero candidato es Capitanich, ¿por qué hizo apenas campaña? Y también sorprende que Arévalo, que no tiene obras para mostrar porque vivió a la sombra de Coqui, no haya basado su propia campaña en descalificar a Gustavo Martínez. O que no haya explotado el evidente rechazo de Gustavo a les Fernández y a Coqui, que redundará en una total falta de colaboración de Nación y Provincia hacia su gestión. Arévalo escogió sonreír a diente partido hasta en los velorios, no jugó sucio ni una sola vez. Casi se diría que no hizo política ni una sola vez.
La hipótesis de que más que apostar a Diego Arévalo Capitanich apuesta a dividir parece, finalmente, la más verosímil. Prefiere a Leandro Zdero aún a costa de que en cuatro años sea un dolor de cabeza. Si Gustavo y Leandro están parejos, los votos que pueda traccionar Capitanich sin despeinarse, gracias al condigno sacrificio de Diego, dividirían al electorado peronista: suficiente para que Gustavo vuelva a quedar afuera como en 2011. Y esta vez, acaso, para siempre.