Del delito de opinión a la extinción de dominio: de Aramburu a Macri (y Peppo) | Por Cristian Muriel
Editorial Opinión PolíticaPor
En 1956 el presidente de facto Pedro Aramburu firmó el decreto 4161, el “delito de opinión”, titulado “Prohíbese el Uso de Elementos y Nombres que Lesionaban la Democracia Argentina”, que hacía precisamente eso: prohibía hablar de Perón, Evita y el peronismo.
En 2019, el presidente democrático Mauricio Macri firmó el decreto 62, de “Extinción de dominio”, que pretendía poner en manos de la Justicia una herramienta para recuperar más rápido los bienes obtenidos por delitos como narcotráfico, lavado de dinero y corrupción.
Ambos instrumentos legales, más allá del debate sobre su constitucionalidad, tienen algo en común: el disciplinamiento a los adversarios políticos.
En el primer caso el adversario político –el peronismo– se quedaba sin voz y sin “imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas” representativas del peronismo.
En el segundo caso, el adversario político –el kirchnerismo– podía ser despojado de sus bienes con tan sólo estar procesado, sin sentencia firme, es decir por la sospecha de ser corrupto, sospecha que podía nacer de un informe como “La Ruta del Dinero K” del gordo Lanata, que terminó cayéndose como un castillo de naipes, o los desopilantes cuadernos del remisero Centeno, que el espía D’Alessio asegura haber contribuido a armar en un hotel de la Capital Federal junto a su amigo el fiscal Extornelli.
El primer decreto no necesitaba ser refrendado por el Congreso porque fue sancionado durante un gobierno de facto; el segundo sí pero a Macri no le importó.
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En 2015 ya no era necesario prohibir hablar de Cristina, pero quedaba feo; era como haber sido cómplice del robo de un PBI o de los bolsos de López, y un guiño del gordo Lanata o la cara de ternero degollado de Leuco alcanzaban para sentirse culpable por haber votado a Scioli; para el 2019, encima, se corría el riesgo de terminar preso y en la ruina.
Respondiendo exactamente a esos dos estímulos –el miedo a quedar mal y el miedo a ir en cana–, lo primero que dijo Domingo Peppo tan pronto asumió fue que el kirchnerismo ya no servía como herramienta electoral. Y si no alcanzaba con sepultarlo inició a escala chaqueña una alocada travesía por el territorio del ajuste y el endeudamiento, mientras en lo político se asociaba al dirigente anti-K Gustavo Martínez con el objetivo de debilitar al K en discordia, Jorge Capitanich.
Paralelismos

La “Revolución Libertadora” de 1955 fue una revolución restauradora. Una dictadura clasista, oligárquica y gorila, profundamente antiperonista. Arrancó bombardeando Plaza de Mayo con aviones de la Marina –casi 360 cuerpos desparramados por el centro porteño– y se ganó su apodo cariñoso –“fusiladora”– ejecutando un año después a 27 personas.
Por mucho tiempo la sucesión de acciones sanguinarias indujo a los argentinos a perder de vista el dogma que había detrás del golpe. Y es en el dogma donde el gobierno de Mauricio Macri también intentó una “revolución restauradora”, sólo que llegó por la vía electoral.
(Nota del autor: con su “revolución productiva” Carlos Menem apuró un proceso que se había iniciado en marzo de 1976, en 1955 o en 1930; no era la negación del alfonsinismo sino su perfeccionamiento. Quien recuerde a Rodolfo Terragno recorriendo estudios de televisión para convencer a los argentinos de los beneficios de las privatizaciones, o los panfletos pegados en los vagones de los trenes explicando que los ferrocarriles eran deficitarios, o a los periodistas de La Noticia Rebelde denunciando entre risas que las empresas públicas eran nidos de corrupción, comprenderá lo que se afirma más arriba. Macri, por otra parte, consolidó un nuevo ciclo de endeudamiento y ajuste, pero además vino a abolir un régimen, a hacer tronar el escarmiento, a borrar el pasado).

¿Restauradora de qué es esta revolución, sea “libertadora” o “de la alegría”? Como supo enseñar Salvador Ferla en Mártires y Verdugos, ese libro que como buen ejercicio historiográfico es también profético, los autores, los instigadores, los ejecutores y los cómplices del golpe de Estado de 1955 vinieron a restaurar los privilegios de las élites dominantes puestos en entredicho diez años antes por el peronismo. La “revolución” fue “libertadora” porque para ellos “libertad” era “libertad de mercado” frente a la “tiranía” que había querido poner al capital al servicio de la clase obrera. De la misma forma que la de Macri fue una “revolución de la alegría” en contraste con la cara de culo de Cristina.
Legitimadores políticos

Como a Macri, a los golpistas del ’55 los legitimó el radicalismo, el socialismo y los otros ismos que no ganaban en las urnas, no sólo integrando la Junta Consultiva Nacional con la democracia cristiana y otros locos lindos, sino apurándose a felicitar a los fusiladores en la Casa Rosada (Don Arturo Frondizi sólo pidió que excluyeran a los civiles de la pena de muerte) o emitiendo comunicados de adhesión como el que firmó el Dr. Alfredo Palacios (por cierto, embajador de la “libertadora” en Uruguay) en contra de “los jerarcas del régimen depuesto”. Los radicales que se jactan de haber tenido entre sus filas al “Padre de la democracia” se olvidan de los “abuelos” de las dictaduras.
El caldo de cultivo del golpe fue el sentimiento gorila, el asco a los “cabecitas negras” que creció hasta ulcerar el cuerpo social, lo mismo que el odio al tirano o a la yegua. Pero el fondo siempre fue el mismo: “liberar” la economía tiranizada por Perón o por Perona, la mujer del tuerto, bombardeando al Estado, vaciando los despachos de tanto corrupto.
Legitimadores del alma

Para toda restauración se requiere también el apoyo de la “intelligentzia”, como decía Jauretche, para la creación del condigno mito de origen revolucionario: uno que sea abolicionista, que bendiga la purificación por el fuego, que insufle al golpismo la trascendentalidad que demandarán sus planes libertarios.
La “libertadora” tuvo a Borges como intelectual de base, como edificador del mito de origen: en octubre de 1950 escribió en La Nación que el emperador Shih Huang Ti había ordenado construir la Gran Muralla y quemar todos los libros anteriores a él, y se regocijó con “la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado”. Más adelante haría una apología más panfletaria, menos elíptica pero también menos ingeniosa, de los militares.
Acaso por aquello de que la historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa, Macri los tuvo de intelectuales de base a Campanella, al ideólogo del entusiasmo y la alegría Alejandro Rozitchner, a Marcelo Birmajer y al plagiario Federico Andahazi, que en 2017 aseguró que “existe un plan de golpe en marcha”, y con una mezcla atroz de cinismo e ignorancia remató: “A la luz de la historia argentina no es para subestimarlo”.
Lubricadores

Todo régimen necesita también de lobistas. En los albores de los años cincuenta la masonería oficiaba de punto de encuentro entre conspiradores y colaboradores de las potencias extranjeras. El secretismo era total.
En 2006 Elisa Carrió se reunió con el consejero político y segundo de la Embajada de EEUU, Michael Matera, para advertirle que Néstor caería antes de tener la chance de una re-reelección en 2011, pero no contaba con Wiki-leaks.
De esa filtración rescatamos esta profundamente republicana aseveración: “La oposición necesita estar lista para asumir el poder cuando Kirchner caiga”. Kirchner no cayó, pero sí su viuda, luego de dos gobiernos populares a los que no supo, quiso o pudo darles una sucesión adecuada.
Del Delito de opinión al Lawfare

En el ’55 la “libertadora” encarceló a decenas de exfuncionarios y legisladores peronistas. Algunos habían cometido delitos; la mayoría eran simplemente peronistas.
Lo primero que hizo Macri al asumir fue encarcelar y perseguir a exfuncionarios kirchneristas armando la infamia monumental que fueron los cuadernos de Centeno, entre otras decenas de causas con las que alimentó el morbo de la clase media tilinga durante los años en los que endeudó al país, ajustó, dolarizó las tarifas y enriqueció a sus amigos.
El aparato de propaganda de la prensa hegemónica ya lo había hecho antes con la muerte del fiscal Nisman, pero acá se consagró, en un círculo que Jorge Capitanich, imputado en la causa “Fútbol para todos” y en la de gestión de residuos sólidos urbanos, denominó “la calesita”.
“La calesita”, una forma del “lawfare”, consistía en que una filtración surgida de un servicio de inteligencia fuera a parar a las manos de un periodista; éste publicaba el presunto acto de corrupción, la publicación era tomada por algún legislador o puntero macrista y presentada ante la Justicia para que la investigara el mismo fiscal que, junto con los servicios de inteligencia y eventualmente en complicidad con los periodistas y legisladores, realizaba las acciones de espionaje y plantaba evidencias e inventaba testimonios. Cuando cayó el ex AFI y extorsionador Marcelo D’Alessio y empezó a hablar, se les vino la noche.
Pero para que todo esto funcionara, para que el “lawfare” fuera operativo, hacía falta generar en la sociedad la sospecha de que no había kirchnerista que no fuera un chorro.
Ferla recuerda que en el ’55 se había elaborado, para los mismos fines, la “leyenda negra del peronismo”, que consistía en a) leyenda de la tiranía y la crueldad de Perón; b) leyenda de la corrupción administrativa; c), d), e)… otras leyendas incluida la de la crisis económica en ciernes (Confrontar con la “soberbia” de la yegua y la corrupción de los que “se robaron un PBI”, mitos o absolutamente subjetivos o sencillamente aplastados por la evidencia, pero que para muchos siguen siendo una verdad irrefutable).
El mecanismo de disciplinamiento fue igual de eficaz en el ’55 que en el 2015. En 1955, con el “4161”, los encarcelamientos, los bombardeos y los fusilamientos, los dirigentes peronistas se llamaron a silencio; en 2015 pasó lo mismo pero con el lawfare: hasta el gobernador chaqueño Domingo Peppo, peronista no-kirchnerista, se arrodilló sin hesitar y recién se volvió a poner de pie para dejar el cargo cuatro años después.
Miseria planificada

Nada en la “Revolución libertadora” de 1955 fue sin querer. Todo fue premeditado. Los fusilamientos de 1956, incluidos los que documenta Rodolfo Walsh en Operación Masacre, exceden la crónica policial: forman parte de un plan sistemático que cuenta con el apoyo de Gran Bretaña y su objetivo no es sólo voltear al tirano que había sido elegido en las urnas, sino borrarlo de la historia y escribir la historia de nuevo con la addenda del terror, mientras se abren de par en par las puertas al libre mercado, a los agentes extranjeros, al imperialismo y a la plutocracia.
Nada en la Revolución de la Alegría de Mauricio Macri fue sin querer. El inveterado odio de clase, el gorilismo clerical que hasta se enfrentó al Papa Francisco mientras con un pañuelo celeste cantaba loas “a la vida”; los encarcelamientos y las persecuciones, la difamación de los adversarios, la pedagogía anti-k a través de la prensa hegemónica articulada, igual que en el ’55, por el eje Clarín – La Nación: todo fue premeditado.
Antes era la masonería y la Junta Consultiva Nacional, ahora son los “think tanks” con personería de oenegés; antes era Gran Bretaña, ahora es EEUU; antes era el libelo impreso, el “libro negro de la segunda tiranía”, ahora son Facebook y Whatsapp.
Para muchos argentinos el macrismo fue nefasto pero estuvo moralmente justificado por su inevitabilidad, por su utilidad política para evitar males mayores, por la sensación de estar actuando en defensa propia y por la sugestión causada por el cuerpo de leyendas sobre el peronismo/kirchnerismo. Es de balde: sigue habiendo un fuerte componente gorila en los sectores medios.
También sigue habiendo una “prensa comercial” que carteliza las ideas, transfigura la realidad y opera en beneficio de la oligarquía y los sectores poderosos (sin ir más lejos, hace cuatro días La Nación hablaba de “Fuerte tractorazo del campo contra las retenciones” queriendo reeditar el escenario de crisis de la 125, es decir, poner al nuevo gobierno a la defensiva, pero había menos tractores que en una agencia de Pauny o de John Deere).
Seguirá habiendo intentos de desestabilizar gobiernos populares, como lo hubo en Bolivia y terminó en un golpe de Estado cuando ya nadie pensaba que esta parte del continente fuera tierra fértil para nuevas dictaduras. Seguirá habiendo injerencia yanqui, antes para erradicar la “amenaza roja”, ahora para prevenir la “amenaza amarilla”, siempre para aplastar la amenaza soberana de los pueblos.
Lo Nac&Pop

El gobierno de Alberto y Cristina es un gobierno nacional y popular, aseveración que no es contrariada por ningún argumento economicista o político, sino por “el libro negro” en el que conviven todas las diatribas: que los peronistas adoran a un milico nazi-fascista, que son comunistas, que planifican el saqueo con fría antelación, que usan a los pobres, que encabezan regímenes totalitarios y por más que los voten son tiranos, y encima le sacan a los laburantes para darle planes a los negros.
Nacional y popular significa poner el capital al servicio de las mayorías y no al servicio de las grandes corporaciones; estimular un capitalismo nacional que gane plata pero no a costa de los que menos tienen; distribuir para que haya consumo interno en un país que se come el 70 por ciento de lo que produce, en vez de transferir los recursos a los sectores concentrados para que sobrevenga el milagro del derrame, porque lo único que sobreviene es la fuga de capitales y el vaciamiento del país.
Basta de repetir la misma cantinela cada diez o quince años.
En todo caso, si Alberto o Cristina llegaran a sentirse más de lo que son o menos de lo que deben ser, o sea, si empezaran a convertirse en oligarcas, habrá que ayudarlos a no perder el rumbo. Y lo mismo corre para Jorge Capitanich y para cualquier peronista de bien. Lo que no se puede hacer es volver a poner al pueblo de rodillas ante el mercado, por más que Lanata o algún otro operador te lo pidan con buena onda. Como dice Navarro: que no te tomen por boludo. O boluda.
Feliz año.